El joven pintor viene con un jeans negro y
un pulóver desteñido, manchadas de
acrílico las mangas. Ha llegado antes que todos a las premiaciones del Salón;
su cuadro se disputa con otras cincuenta obras el Gran Premio. Es un lienzo de
descuidadas líneas tras las que subyace un gran conflicto. En un barrio
marginal, en primer plano, acentuados los rasgos con tonos oscuros,
sobredimensionadas las facciones, aguarda El Narra, como le llaman en su argot
al más temible y avezado de los delincuentes. Todas las casas del pueblo están
cerradas, no hay luces encendidas dentro, y ocultas en la toga de la noche, al
hálito cuartomenguante de la luna, sus fachadas tienen cierta expresión
fantasmagórica. La presa – un chico de piel muy blanca – ha doblado por algún
oscuro callejón. Sigue tocando a todas las puertas, a las ventanas de las casas
mudas; las puertas y ventanas son sus bocas y ojos, malignamente dispuestos en
una mueca burlona. Al final del callejón se ve la entrada del viejo cementerio,
se escuchan lejanos gritos, quejidos de algún dolor que persiste tras la
muerte; el chico está temblando, quiere volver sobre sus pasos y al girar, en
la otra esquina, espera El Narra jugando con su puñal. La afilada hoja desgarra
el vientre de la noche y pinta claroscuros sobre el lienzo. El desenlace se infiere,
o casi puede inferirse, pero siempre se deja espacio para el azar, bien sabe el
autor que no es feliz en el arte decirlo todo.
Ha venido mucha gente a pesar de la
llovizna: las viejas de sociedad hablando de Giocondas y Picapedreros, sordas a
nuevos discursos; los esnobistas que simulan conocer de todo y nada saben. Un
pintor de la academia que nunca ha ganado premios en estos salones, una anciana
muy mediocre, imitadora de Frida, y un muchacho de melena negra y claras ideas,
al que ignorarán los críticos, jamás sabremos por qué. Y apartado en una
esquina, sin conversar con nadie, sin encontrar virtudes ni desaciertos en
ninguna pieza, hay un desconocido cuarentón de piel oscura, rasurado el cráneo,
con una vieja cicatriz en la mejilla izquierda. Algo en su rostro lo asemeja al
villano del cuadro – el joven pintor lo advierte – y va vestido igual.
Pareciera haber salido de aquel lienzo para verse desde afuera, para oír qué
dicen todos sobre él.
Un grupo de trovadores se afana en aplacar
la tensión de los artistas, le han puesto música a aquel poema de Rimbaud, Sueño para el invierno… y los acordes
menores en esa vieja guitarra, el melancólico clamor del cello, invocan un aura mustia que va envolviendo a la concurrencia.
Tanta vida liada en un Salón, tantos sueños fraguados sobre un incierto
veredicto, tantas avaras esperanzas que se estrellan de pronto contra la imagen
que evocan esos versos, una imagen de muerte, de oscuridad y silencio. Y la
vieja vocalista entonando aquella estrofa:
Cerrarán
sus ojos para no ver los gestos
en las últimas sombras,
esos monstruos huidizos, multitudes oscuras
de demonios y lobos.
Y luego en tu mejilla sentirás un rasguño...
un beso muy pequeño como una araña suave
correrá por tu cuello...
Después de las canciones, el presidente del
jurado comienza a hablar acerca del arte contemporáneo. Los concursantes están
tensos, creen leer en sus palabras el esperado veredicto. Si menciona aquel
estilo, o esta técnica; si habla en tono despectivo o hay pasión en sus palabras…
alguien no aguanta la mueca de descontento, mientras que otro sonríe. Y de
repente abre un sobre y comienza a leer. Las cámaras y los micrófonos crean
casi una barrera entre él y los artistas. Todos aguardan callados.
Luz
callejera, así se llama el cuadro ganador del tercer premio. Velocidad, el segundo. Luego una pausa
siniestra. Los concursantes tienen en el cielo un pie y otro en el limbo. Pero
se aferran al cielo con todas sus esperanzas. Cada uno cree que su obra será la
próxima en mencionar. Y el presidente del jurado habla sobre la pintura naif, y dice un nombre: Cuidado con El Narra.
¡Es el Gran Premio! El primer premio en la
carrera del joven pintor. Todos los críticos han elogiado su obra, y están las
cámaras frente a él, y los chismosos. El viejo de la academia saluda con
hipocresía, las señoronas se persignan, los esnobistas adulan, los borrachos
anhelan celebrar. Hay un brindis por los premios, y el ganador bebe mucho, como
nunca había bebido, y se queda conversando hasta muy tarde. Les ha contado casi
todo de su vida: la madre enferma, la vieja casa en aquel barrio marginal, las
privaciones y ahorros para comprar óleo y lienzo.
Vuelve muy tarde a
casa, va solo, con la maldita costumbre de ir a pie por no poder rentar
un taxi. Siempre quiso salir de aquella choza en los suburbios, tras el
sombrío terraplén del barrio de los guapos, allá donde nunca van los
policías. Va discurriendo mil proyectos para cambiar su vida, ahora que
puede hacerlo, y no ha visto al hombre que lo sigue. Es un señor de piel
oscura, rasurado el cráneo, con una vieja cicatriz en la mejilla
izquierda. Sus pisadas tañen suavemente en el asfalto, marcan un ritmo
que provoca tensión, un ritmo que va in crescendo, que ensordece. Son
sus pisadas las de un gigante, y el joven oye, oye por fin el estridente
percutir. Y mira hacia atrás. Y se estremece. Es siniestra la escena
ante sus ojos: a seis pasos de distancia, acentuados los rasgos con
tonos oscuros, sobredimensionadas las facciones, aguarda el extraño
sujeto de la galería, vestido como el villano de su cuadro. Lleva en la
diestra aquel puñal, con la afilada hoja. Y es muy grande su puñal,
diríase el de un gigante. El joven echa a correr, desesperado, tocando a
cada ventana, a cada puerta… Todas las casas del pueblo están cerradas,
no hay luces encendidas dentro, y ocultas en la toga de la noche, al
hálito cuartomenguante de la luna, sus fachadas tienen cierta expresión
fantasmagórica.