jueves, 20 de febrero de 2014

En el Museo








   Los campesinos estaban felices, la Ley de Reforma Agraria cambió sus vidas para siempre. Con los ahorros del ajo y los frijoles habían construído una casa de tres plantas. La vendieron cuando el Mariel y se mudaron por fin a la ciudad. La gitana tropical se casó con un pintor italiano de noventa y cuatro años, ahora vive en Milán, y dentro de algunos meses será heredera de una pequeña fortuna. Los niños, que ya eran jovencitos, se fueron con los balseros, y ahora trabajan en un McDonall de Miami. Los rumberos de Abela salieron de visita a Nueva York y se quedaron bailando guaguancó en el Central Park...  

    Ahora cada lienzo es un espejo, y nosotros somos los bueyes, los rumberos, los niños, los campesinos felices, la tuberculosis, los gallos y las masas, los orishas, las frutas, las naturalezas muertas, las aguas territoriales, los siempre Che, los Martí, las marinas y beatas, los diablitos, gitanas, lavanderas… las milicias campesinas, las floras, la jungla … los sobrevivientes.  
 


lunes, 17 de febrero de 2014

Cuidado con El Narra



   El joven pintor viene con un jeans negro y un pulóver desteñido,  manchadas de acrílico las mangas. Ha llegado antes que todos a las premiaciones del Salón; su cuadro se disputa con otras cincuenta obras el Gran Premio. Es un lienzo de descuidadas líneas tras las que subyace un gran conflicto. En un barrio marginal, en primer plano, acentuados los rasgos con tonos oscuros, sobredimensionadas las facciones, aguarda El Narra, como le llaman en su argot al más temible y avezado de los delincuentes. Todas las casas del pueblo están cerradas, no hay luces encendidas dentro, y ocultas en la toga de la noche, al hálito cuartomenguante de la luna, sus fachadas tienen cierta expresión fantasmagórica. La presa – un chico de piel muy blanca – ha doblado por algún oscuro callejón. Sigue tocando a todas las puertas, a las ventanas de las casas mudas; las puertas y ventanas son sus bocas y ojos, malignamente dispuestos en una mueca burlona. Al final del callejón se ve la entrada del viejo cementerio, se escuchan lejanos gritos, quejidos de algún dolor que persiste tras la muerte; el chico está temblando, quiere volver sobre sus pasos y al girar, en la otra esquina, espera El Narra jugando con su puñal. La afilada hoja desgarra el vientre de la noche y pinta claroscuros sobre el lienzo. El desenlace se infiere, o casi puede inferirse, pero siempre se deja espacio para el azar, bien sabe el autor que no es feliz en el arte decirlo todo.
   Ha venido mucha gente a pesar de la llovizna: las viejas de sociedad hablando de Giocondas y Picapedreros, sordas a nuevos discursos; los esnobistas que simulan conocer de todo y nada saben. Un pintor de la academia que nunca ha ganado premios en estos salones, una anciana muy mediocre, imitadora de Frida, y un muchacho de melena negra y claras ideas, al que ignorarán los críticos, jamás sabremos por qué. Y apartado en una esquina, sin conversar con nadie, sin encontrar virtudes ni desaciertos en ninguna pieza, hay un desconocido cuarentón de piel oscura, rasurado el cráneo, con una vieja cicatriz en la mejilla izquierda. Algo en su rostro lo asemeja al villano del cuadro – el joven pintor lo advierte – y va vestido igual. Pareciera haber salido de aquel lienzo para verse desde afuera, para oír qué dicen todos sobre él.
   Un grupo de trovadores se afana en aplacar la tensión de los artistas, le han puesto música a aquel poema de Rimbaud, Sueño para el invierno… y los acordes menores en esa vieja guitarra, el melancólico clamor del cello, invocan un aura mustia que va envolviendo a la concurrencia. Tanta vida liada en un Salón, tantos sueños fraguados sobre un incierto veredicto, tantas avaras esperanzas que se estrellan de pronto contra la imagen que evocan esos versos, una imagen de muerte, de oscuridad y silencio. Y la vieja vocalista entonando aquella estrofa:

Cerrarán sus ojos para no ver los gestos
en las últimas sombras,
esos monstruos huidizos, multitudes oscuras
de demonios y lobos.
Y luego en tu mejilla sentirás un rasguño...
un beso muy pequeño como una araña suave
correrá por tu cuello...

   Después de las canciones, el presidente del jurado comienza a hablar acerca del arte contemporáneo. Los concursantes están tensos, creen leer en sus palabras el esperado veredicto. Si menciona aquel estilo, o esta técnica; si habla en tono despectivo o hay pasión en sus palabras… alguien no aguanta la mueca de descontento, mientras que otro sonríe. Y de repente abre un sobre y comienza a leer. Las cámaras y los micrófonos crean casi una barrera entre él y los artistas. Todos aguardan callados.
   Luz callejera, así se llama el cuadro ganador del tercer premio. Velocidad, el segundo. Luego una pausa siniestra. Los concursantes tienen en el cielo un pie y otro en el limbo. Pero se aferran al cielo con todas sus esperanzas. Cada uno cree que su obra será la próxima en mencionar. Y el presidente del jurado habla sobre la pintura naif, y dice un nombre: Cuidado con El Narra.
   ¡Es el Gran Premio! El primer premio en la carrera del joven pintor. Todos los críticos han elogiado su obra, y están las cámaras frente a él, y los chismosos. El viejo de la academia saluda con hipocresía, las señoronas se persignan, los esnobistas adulan, los borrachos anhelan celebrar. Hay un brindis por los premios, y el ganador bebe mucho, como nunca había bebido, y se queda conversando hasta muy tarde. Les ha contado casi todo de su vida: la madre enferma, la vieja casa en aquel barrio marginal, las privaciones y ahorros para comprar óleo y lienzo.
   Vuelve muy tarde a casa, va solo, con la maldita costumbre de ir a pie por no poder rentar un taxi. Siempre quiso salir de aquella choza en los suburbios, tras el sombrío terraplén del barrio de los guapos, allá donde nunca van los policías. Va discurriendo mil proyectos para cambiar su vida, ahora que puede hacerlo, y no ha visto al hombre que lo sigue. Es un señor de piel oscura, rasurado el cráneo, con una vieja cicatriz en la mejilla izquierda. Sus pisadas tañen suavemente en el asfalto, marcan un ritmo que provoca tensión, un ritmo que va in crescendo, que ensordece. Son sus pisadas las de un gigante, y el joven oye, oye por fin el estridente percutir. Y mira hacia atrás. Y se estremece. Es siniestra la escena ante sus ojos: a seis pasos de distancia, acentuados los rasgos con tonos oscuros, sobredimensionadas las facciones, aguarda el extraño sujeto de la galería, vestido como el villano de su cuadro. Lleva en la diestra aquel puñal, con la afilada hoja. Y es muy grande su puñal, diríase el de un gigante. El joven echa a correr, desesperado, tocando a cada ventana, a cada puerta… Todas las casas del pueblo están cerradas, no hay luces encendidas dentro, y ocultas en la toga de la noche, al hálito cuartomenguante de la luna, sus fachadas tienen cierta expresión fantasmagórica.