viernes, 13 de octubre de 2017

Moral y legalidad en la villa de Sotavento

                      Nobles franceses con pelucas. (Imagen tomada de Internet)



   La vieja del primer piso se quedó boquiabierta al verme, ni siquiera me contestó los buenos días, mas no podía detenerme a averiguar qué le pasaba. Cosas de viejos, seguramente. 
   Los alumnos de la universidad que venían por la acera comenzaron a apuntarme y a murmurar algo entre ellos. Hubo uno que sacó del bolso su cámara digital para tomarme fotos. Tuve que cruzar la calle corriendo, para que no me abordaran con preguntas banales sobre alguno de mis artículos publicados o, peor aún, sobre los percances del oficio. No podía perder ni un solo instante. Aunque me parecían muy raras las expresiones de sus rostros y la intención con que me señalaban. Tal vez me estaban confundiendo con alguien.
   Cuando pasé frente a la cantina del hotel, las putas que acababan su jornada comenzaron a persignarse. Tuve la intención de preguntarles qué coño me miraban. Pero no podía perder ni un solo instante. “Cosas de putas” – me dije – y apresuré más el paso.
   Al cruzar el parque la gente se alejaba de mí, como si mi presencia los asustara. Y los perros me seguían, ladrándome, delirantes. Algo tenía que andar mal. Me detuve. El tráfico estaba bloqueado y mis compañeros del periódico llegaron con sus cámaras para tomarme fotos. Algo en mí andaba mal. Sentí toda la presión de aquella multitud congregada para verme, el aguijón de sus dedos, señalándome, el hedor de sus comentarios que no lograba escuchar. Y tuve miedo, corrí… corrí  sin rumbo fijo hasta chocar con la vidriera de una tienda. Había patrullas alrededor, y algunos helicópteros sobrevolando encima de mi cabeza. ¡Ay, mi cabeza! ¿Cómo pude olvidarlo? Los cristales de la tienda me devolvían, turbados, un reflejo que debía ser el mío. Era yo Gregorio Samsa mirándose ante el espejo. Pronto estaría rodeado de jueces, conducido al pabellón, fusilado ante los ojos del pueblo que gritaría inclemente:
- ¡Crucifíquenle! ¡Crucifíquenle!
   Para tal aberración nuestras leyes no contemplan atenuantes. Ninguna excusa que alegara podría obrar a mi favor. Sólo quedaba asumir con estoicismo la sentencia, y la posibilidad de trascender en la historia local como el primer procesado por salir a la calle sin peluca.