La escultora lleva ya seis meses moldeando
su nueva obra. Intenta representar a Eva con la manzana en la mano, en el
momento antes de pecar. Quiere captar la tensión, el escalofrío, la ansiedad de
un alma que se debate entre la obediencia a Dios y el deseo de la carne.
Trabaja día y noche, sin otra compañía que la de su aprendiz, una muchacha más
joven que ella. Es muy linda su aprendiz, y tiene la piel muy blanca, como el
mármol en bruto, cuando aguarda a ser moldeado por la mano del artista.
Cada golpe de cincel es cómplice del
milagro: en el pecho de la fría piedra comienza a latir un corazón. Y la
escultora se siente semejante a Dios, puede desafiarlo incluso, es capaz de
construirse su propia versión de Eva, digna de rivalizar con el original.
El taller de la escultora es una pequeña
nave debajo de su casa. Pequeña, húmeda y fría. Poblada por grandes bloques de
mármol que podrán ser ninfa, musa, náyade… una mujer cualquiera… Acaso una
mujer con vientre seco y alas rotas. Y muchas azucenas, la artista necesita
muchas azucenas en su taller. Las azucenas y el mármol no son buena compañía.
Complot de tonos blancos. Conspiración de silencios. La mujer escucha voces,
otras voces de mujer, de las mujeres sin forma que aguardan dentro del mármol,
del espíritu-mujer de las blancas azucenas. Voces de la serpiente bajo el
manzano del Edén. Y la voz de la aprendiz, que conjura las otras voces. La
aprendiz no es mala compañía, no es fría y dura como las piedras, no es falaz
como las azucenas. Y es muy linda la aprendiz, y sus mejillas recuerdan el
color de las manzanas.
Lo más difícil ha sido la expresión de los
ojos, el delirio, la ansiedad de un alma que se debate entre la obediencia a
Dios y el deseo de la carne. Pero lo han hecho muy bien, y por los ojos se
adivina que el corazón, dentro del pecho de la fría piedra, late más rápido que
nunca. La escultora y su joven aprendiz contemplan fascinadas la obra de sus
manos. Sus miradas acarician, de los pies a la cabeza, el cuerpo desnudo de la
primera mujer. Y las miradas se encuentran, se detienen un instante, se
esquivan nerviosas y vuelven a fijarse en la escultura.
Sin advertir aún su desnudez Eva contempla
la manzana. Es agradable a los ojos, y fruto codiciable para alcanzar el
conocimiento. Bien le ha advertido su Dios que el día que de él probara moriría
sin remedio, pero una nueva voz habla ahora a sus oídos y le dice que no tema,
no morirá. Alza sus ojos al cielo, avizora el horizonte, recorre con la vista
todo el huerto y se cerciora: no hay nadie que pueda verla. De nuevo mira la
fruta, acerca a ella su mano y de súbito la baja, sin atreverse a tocar. Baja
la vista, se aleja algunos pasos. Se detiene. Vuelve atrás. Alza la mano de
nuevo, su cuerpo entero tiembla por el tacto. Una gota de frío sudor emana de
sus axilas. La manzana está en su boca. Puede tirarla aún, pero no puede. Tiene
los ojos cerrados… ya no le importa morir.